Caracoles y Milanesas

Un atardecer de todos los colores

Esta es una foto con historia. En su momento, imaginé que sería parte de una serie. Múltiples fotos de momentos que llevan una historia detrás. Pero debo admitirme a mi mismo que solo habrá esta foto con esta historia. Fue tomada por @sergio2146 y es el único registro del atardecer más espectacular que he vivido.

11 de marzo de de 2022 #

De hoy no tengo casi fotos. De por sí es difícil capturar momentos en la ruta. El problema no es que sea difícil detenerse y sacar la cámara. El problema es que es demasiado fácil. Y es que así uno pare cada 100 metros es imposible capturar algunos lugares porque simplemente no caben en una imagen. Lugares Inconmesurables, como llegaría a llamarlos mi compañero Sergio. Pero este momento en particular me fue imposible. Esta foto fue tomada por Sergio y ya que no cuento con otras imágenes para recordarlo bastarán las palabras.

El día empezó con el sinsabor de una despedida. Nos separábamos de una compañera con la que compartimos las últimas dos semanas de viaje, tal vez menos. Una eternidad en todo caso. Ella seguía su rumbo a Ushuaia y nosotros daríamos media vuelta hacia el norte, buscando cruzar a Chile.

Pintaba que iba a ser un día de ruta largo. Después de unos cuantos días de quietud, estábamos bien descansados y las motos listas para andar. El plan era salir de Calafate y llagar al menos a Gobernador Gregores. Incluso Bajo Caracoles, si nos iba bien por el ripio de los 73 malditos[1]. Eran kilómetros que ya habíamos recorrido y paisajes que ya habíamos visto, en el sentido contrario. Mi expectativa estaba enfocada en llegar a la estación de Bajo Caracoles y pedir el sánguche de milanesa más salvaje que conozco.

Saliendo de Calafate fue evidente que el paisaje que tenía en frente no era el mismo que había visto al llegar. El día estaba completamente despejado y se podían ver todos los picos nevados en línea recta en el horizonte hasta el distintivo cuerno del Fitz Roy al norte. Los lagos glaciales brillaban de un color verde esmeralda intenso por el reflejo del sol y vimos volar un cóndor a lo lejos. Con el tiempo es fácil distinguirlos: estatuas inmóviles que se mueven a toda velocidad en el aire. Pasó uno más por encima de la carretera, un macho por su distintivo collar blanco. Me pareció una gran despedida de un lugar al que estuvimos tratando de llegar durante semanas.

Unos kilómetros más adelante nos adelantaron dos motos con matrícula colombiana, un avistamiento aún más extraño que el anterior por estos lados. Los saludamos en la siguiente parada, más que por colombianos, por moteros. Es común saludarse entre viajeros, pero las motos tienen un magnetismo irresistible que incita a acercarse en cualquier parada, saludar, preguntar de donde vienen, a donde van, que tal el camino de ese lado y desearse buena ruta[2].

Se venía el ripio de los 73 malditos y el día no podía ser mejor. Más allá del sol radiante, no había viento. Con viento todo es mas difícil. Esta vez me sentía con confianza, en parte por la seguridad de haberlo cruzado de ida y en parte porque teníamos unas cubiertas chinas nuevas, marca Raigen, que conseguimos en Calafate. En teoría inciertas para andar el asfalto pero seguras para el ripio y esta sería su primera prueba.

Transitar una carretera de ripio pesado es una experiencia contraintuitiva, donde ser cauteloso es peor que ser determinado, frenar lleva a una caída, acelerar estabiliza, relajarse recupera la estabilidad y tensionarse asegura perder el control. De rodar en asfalto se pasa a navegar en piedra, dando ligeras indicaciones al timón de a donde ir sin forzarla pues, últimamente, la moto quiere seguir rodando. Hay que dejarla hacer lo suyo, confiar en ella.

Nuevamente tengo la sensación que, a pesar de ser el mismo recorrido, estoy transitando una carretera distinta. Hay paisajes que a pesar de haber visto mil veces es como si aún no los hubiera visto por primera vez. Hacia la mitad del recorrido me recibe un lago gigante que refleja las montañas arenosas que lo rodean. Bajo la velocidad para alargar mi tiempo con la vista y veo a mi izquierda un combo de ñandús, una especie de ave quimérica de mediana altura con cuerpo de pavo y patas de avestruz, comenzar a galopar a mi izquierda en mi misma dirección. Navegando tan lento como puedo andamos juntos unos 70 metros en línea recta antes de que decidieran cruzar la ruta de un lado al otro y seguir su camino hacia donde sea que van los ñandús en días como este.

Sé que faltan pocos kilómetros y el ripio se siente firme bajo las ruedas, las Raigen están funcionando bien y decido acelerar el último tramo. Coincidencialmente, una ráfaga de viento me golpea y me hace dudar, advirtiéndome que esa amenaza aún existe. Pero no me importa, agarro el acelerador, me paro en los pedales y aprieto a fondo.

Al terminar el ripio decido bajarme de la moto y sacudirme la adrenalina de los últimos 10 o 15 minutos. Armo un tabaco mientras espero a Sergio, me lo merezco. Lo veo venir a lo lejos y me hago visible a un costado de la carretera pero la velocidad lo hace parar unos metros mas adelante. Camino hacia él para darle un abrazo celebratorio y le pregunto como le fue. - Esa carrera no deberían pavimentarla nunca, responde. Estoy de acuerdo.

Paramos en Gobernador Gregores a poner nafta. En la estación de servicio llega el momento de tomar una decisión. Paramos o continuamos a Bajo Caracoles. Con el sistema nervioso aún en llamas, concluimos que hemos hecho un buen tiempo hasta este punto y aún tenemos energía para continuar. Además, el día esta espectacular y deberíamos aprovechar que no hay viento para andar el tramo de Las Horquetas. Comemos algo ligero pues el sánguche de milanesa espera y arrancamos.

Lo delicado de esta ruta es que tiene una recta interminable como de 50kms de pampa, un horizonte infinito de arbustos con ocasionales guanacos y el viento que baja de las montañas pega completamente de frente. Es más bien tediosa y después de unos minutos empezamos a sentir el bajón de adrenalina y el cansancio del día... las ganas cada vez más grandes de llegar me incitan a revolucionar la moto un poco más que de costumbre.

Tras poco mas de una hora estábamos en el hotel las Horquetas, uno de esos lugares de que asusta más que esté operando que abandonado, marcando la mitad del trayecto. Un momento para estirar las piernas y prepararse para la última sesión del día. Allí encontramos a un par de amigos ciclistas viajando con Dobby, su perrita, que conocimos andando en direcciones opuestas y ahora los alcanzábamos en regresando en el mismo sentido. Es otro viaje, andar en bicicleta. También iban rumbo a Bajo Caracoles pero seguro no llegarían hoy, con suerte harían 30kms más y pasarían la noche acampando al lado de la ruta en algún lugar que los resguarde del viento. Los abrazamos seguramente por última vez y retomamos el rumbo, no sin antes encontrar una trágica sorpresa en mi apoya pies derecho seguido del recuerdo de tres hermosos pajaritos atravesando mi camino, dos de ellos emergiendo del otro lado hacia el desierto.

10 kms más adelante adelantamos dos nuevos ciclistas luchando contra el viento y se me ocurre que no conozco un lugar más difícil que este, dónde el viento hace la fuerza de una pared en contra, donde no se consigue ni agua por cientos de kilómetros, para viajar en bicicleta. Todo mi respeto. Les doy el acostumbrado saludo alentador y los dejo atrás.

Tomo una curva de 90 grados que indica el inicio de la segunda recta, igual de interminable, pero con el viento del costado izquierdo. Esta tiene tramos de ripio cada tanto lo que obliga a los camiones, que generalmente andan más rápido que las motos, a detenerse. Adelanto el primero y empiezo a acelerar el paso sintiendo todas las fibras de mi cuerpo anhelar la llegada. Mi compañero de ruta, en un acto que no sé si catalogar como paciencia trascendental o demencia frenética, mantiene una velocidad constante durante todo el trayecto, el muy desquiciado. Por eso que hace varios minutos desapareció de mi retrovisor.

Con la mirada fija en el horizonte interminable de la pampa, hay una repentina intrusión en mi visión periférica. Algo titila en el tablero de la moto. El indicador del tanque de reserva. Miro la distancia recorrida desde Gobernador Gregores, donde sé que devolví el contador a ceros y leo 130km. Imposible, normalmente se activa sobre los 200km. Empiezo a hacer cuentas rápidas en mi cabeza y trato de recordar la distancia a Bajo Caracoles. ¿Eran 220? ¿230? ¿Cuántos litros tiene mi tanque de reserva? Tres, me parece. Un motero debería saber de corazón la respuesta a todas estas preguntas.

En ese momento vuelve a mi memoria alguno de estos encuentros magnéticos motoqueros, en el que alguien me dijo, señalando mi moto, que había andado en una de estas 90km con el tanque de reserva hasta que se apagara. Pero yo vengo manejando con el motor a muchas revoluciones y debido al trance relativo/espacial agudo de ruta en el que me encontraba[3] no sé cuánto podría llevar prendido el indicador antes de percatarlo. Hago unas cuentas alegres: si son 220km llegaré con lo justo... si son 230km, ¿quién sabe?. Además el viento se pone más fuerte hacia el final de la tarde, oponiendo mayor resistencia. Da igual, mi única opción es intentar exprimir hasta la última gota de eficiencia de lo que me queda. Relajo la mano del acelerador, observo bajar las revoluciones del motor y empiezo a andar al rededor de 80km/h[4].

Después de un tiempo Sergio vuelve a aparecer en mi retrovisor y aprovecha un pedazo de ripio para adelantar un camión al que yo estoy resignado a tener en frente y tragarme el polvo que levanta tras su paso. Lo veo pasar y pienso que ojalá le rinda para que la comida esté lista cuando yo llegue.

Él, a diferencia mía, no es de adelantarse demasiado y lo encuentro esperándome en una colina. Yo estoy contando cada gota de nafta y no quiero ni parar a decirle qué ocurre, asi que paso despacio por en frente y le señalo el tanque. Es un tema esotérico lo de la comunicación por señas entre transitantes de la ruta, pero con eso bastó para que me entendiera, por lo menos lo suficiente para que decidiera ajustar su velocidad y quedarse detrás mío.

Andamos a 70km/h ahora y empieza a bajar el sol haciendo evidente que llegaremos más tarde de lo planeado. Usualmente evitamos hacer trayectos si existe el riesgo de que nos alcance la noche antes de llegar al destino. A mi cerebro le parece un buen momento para reflexionar en lo absurdo de rodar la primera mitad del trayecto a 120km/h para terminarlo a unos 70km/h.

El medidor marca 170km y, aunque lo he buscado atentamente, no encuentro ninguna señal que indique qué tan lejos estamos de la meta. El cielo brilla azul intenso a lo lejos entre unas estiradas nubes blancas. A la izquierda se empieza a teñir un cielo naranja con amarillo intenso entre las montañas desérticas. A la derecha el azul empieza a oscurecerse y transformarse en morado. Vamos tan despacio que una familia de guanacos de todos los tamaño se cruza por la mitad de la carretera sin sobresaltarse de nuestra presencia. Miro hacia atrás para enviarle un reconocimiento telepático a mi compañero de lo absurdo de la escena ante nosotros.

Los colores se intensifican en el horizonte y la paleta se extiende. El amarillo ahora esta acompañado de carmesí y naranja intenso. El azul se difumina en tonos púrpura y magenta. Las montañas normalmente pálidas reflejan un rojizo contra las pocas nubes blancas aplastadas en el cielo. Una media luna, perfectamente dividida dos mitades, se alinea frente a la carretera. Miro hacia atrás y veo a Sergio rezagado con la cabeza inclinada hacia arriba. Va incluso más lento que yo, andando al son del Bolero de Ravel.

Los minutos pasan lentamente y nos consumimos en un atardecer imposible de 360 grados. Mis ojos rotan constantemente entre cuatro puntos. A la izquierda rayones salvajes de crayola entre naranja, rojo y salmón, a la derecha las pinceladas gruesas de óleo púrpura y azul, en frente la luna cómo guía de la ruta y abajo una cuenta regresiva que no sabía exactamente cuando iba a acabar.

El tablero marca 190 kms y aún no hay señales de nada. El éxtasis del paisaje empieza poco a poco a reemplazarse por la angustia inminente de quedarme sin gasolina. Llevo casi 60km con el tanque de reserva, nunca había pasado de 50km. En el mejor de los casos aún puedo andar 30km más.

A los 200km empiezo a hacerme promesas a mí mismo y a la moto. Le pido disculpas por las veces que la he tratado fuerte y le prometo que no la vuelvo a acelerar de esa forma.

210km. El cielo, aún un lienzo indescriptible. Pero mis ojos se fijan cada vez más en el medidor y menos en el paisaje. En intervalos cada vez más regulares, le doy unas palmaditas al tanque, acompañadas de unas palabras de ánimo. - Dale, chiquita, ya falta poco. Lo vamos a lograr, son solo unos cuántos kilómetros más. Yo sé que tú puedes, dale, dale.

Veo una señal azul distante, de esas que indican hospitales, hospedajes, nafta, cualquier cosa. Dice Bajo Caracoles, nada más. La Puta Madre, dónde está este desgraciado pueblo. - Tranquila, mi amor, ya no falta mucho.

Marcan los 220km y según mis cuentas alegres debería estarse acabando la reserva, pero seguimos andando. Veo asomarse otra señal de tránsito y siento algo de esperanza en mi, ¿llegamos?. Dice, Bajo Caracoles 10km.

Inclino la cabeza hacia el cielo espectacular y me río histéricamente entre la euforia y la desesperación. Bueno, 10km más. - Vamos, linda, podemos lograrlo.

En este punto llevo un monólogo incesante y alentador con la moto, acompañado de golpesitos en el tanque como el cuello de un animal de paso y unas cuantas caricias. Lanzo una que otra promesa, cada tanto.

La mirada ahora clavada en el horizonte esperando alguna señal, construcción, cerca, animal que indique que hemos llegado. Nunca había hablado tanto ni tan íntimamente con un objeto inanimado.

Finalmente, veo la sombra de una edificación a lo lejos, un poco más de 1km. ¡ahí está! lo lograremos. Trato de contener la emoción para no aumentar la presión en la manigueta y quemar los pocos mililitros de gasolina que deben quedar[^5].

Con los últimos rayos de luz, se descubre la vía en piedra que se desvía hacia la estación de servicio. ¡Lo logramos, la re puta madre! Estaciono de cualquier forma y le doy un prolongado abrazo a la moto mientras le repito todas las promesas de los últimos 30 kilómetros.

Llegamos a Bajo Caracoles. No había sánguches de milanesa.


  1. Un tramo mítico de la ruta 40 sin pavimentar entre las localidades de Tres Lagos y Gobernador Gregores, particularmente conocido entre motoqueros por su longitud y dificultad en condiciones de viento y lluvia. ↩︎

  2. Alguien con experiencia notaría la exclusión de mecánica de esa lista. La única cosa que le gusta más a los moteros serios que andar en moto es hablar de mecánica. Así que normalmente huyo del encuentro antes de quedar atrapado durante horas en un vórtice de carburadores, cubiertas, filtros, tanques o, dios me libre, un debate. ↩︎

  3. Los conductores que hayan experimentado este trance seguramente sabrán a qué me refiero. Es como estar en un cuadro en movimiento, el tiempo y el espacio no existen, porque nada cambia, excepto que sí cambia, sólo que, para el observador en el centro de la escena no es perceptible. ↩︎

  4. Una velocidad respetable, considerando las condiciones climáticas. Imposible de lograr por mi XTZ 250 si no fuera, según me hizo notar tiempo después mi compañero, por un gran viento de cola que nos acompañó durante el tramo posterior a Las Horquetas. ↩︎