Isla Sigma

El camino a Isla Sigma

El camino a Isla Sigma

La tarde terminó con delfines nadando a nuestro lado mientras corríamos por una playa junto al mar a la que llegamos inesperadamente. Me gustaría decir que nadamos con ellos, y por poco fue así, pero la historia es otra.

Amanecimos en Puyuhuapi después de una noche que se iba yendo por las ramas. Agotados de un día de caminata en el glaciar Ventisquero Colgante los viajeros del camping se habían reunido a la hora de la cena para comer, conversar y tomar unos tragos hasta bien entrada noche. Fuimos a dormir sin pactar una hora de salida. Es una de esas reglas no escritas de este viaje: arrancamos cuando nos levantemos. No tiene mucho sentido establecer hora de salida cuando no existe una de llegada.

Tomamos un desayuno sencillo y nos pusimos en la tarea de armar la moto, ese ritual de encaramar el equipaje encima de la moto de formas infinitamente creativas. En esas se nos acercó Silvi, una de las personas con las que habíamos compartido la caminata del día anterior y que habían rematado la jornada hasta las últimas consecuencias. -¿Ya comieron algo chiquillos? preguntó. -Sí, respondimos. No debimos sonar muy convincentes ya que 15 minutos después regresó para ofrecernos algo de pasta con jurel. Intercambiamos una mirada rápida con Sergio, sabiendo que la respuesta iba a ser afirmativa. No teníamos hambre, en realidad, pero más que la comida ambos sabíamos que no íbamos a rechazar una invitación para compartir.

Estuvimos listos para salir a las 12:30, tarde, incluso para nuestros laxos estándares motoqueros. Igual teníamos ganas de avanzar más hacia el norte por la carretera austral y el día estaba lindo. Queríamos aprovechar los cada vez más escasos días de sol ya que el otoño se aproximaba amenazante la lluvia. Así que arrancamos con dirección a Chaitén, disfrutando a paso tranquilo los paisajes inexplicables que acompañan la carretera, lienzos verdes que se extienden a lo lejos hasta convertirse en picos rocosos azules cubiertos de nieve.

Paramos en La Junta a cargar gasolina. Sergio, siempre con el mapa en la cabeza, me dijo -Al salir del pueblo en el cruce de un río hay una ruta que se desprende a la izquierda y bordea un volcán, paremos a ver qué tal está. Llegamos al punto indicado y Sergio bajó de la moto para aproximarse al camino de ripio que se adentraba hacia las montañas. Lo pisó con sus botas, como quien prueba el agua de una piscina para ver la temperatura del agua antes de lanzarse. Me hizo una seña con el pulgar para indicar que el resultado de la prueba era positivo, miré hacia el norte y se asomó un pensamiento -Ya no vamos a llegar a Chaitén. Lo dejé seguir de largo rápidamente y me recordé a mi mismo el mantra de que esto (este viaje, este día) no se trata de llegar al destino final sino de recorrer el camino. Enfoqué toda mi energía y concentración en el camino que tenía en frente y arrancamos hacia hacia el oriente.

Camino de ripio patagónico

La ruta nos recibió con un paisaje campestre, múltiples granjas se extendían a lado y lado enmarcadas por la cordillera en el horizonte. Un río verde esmeralda acompañaba la ruta por la derecha, acercándose y alejándose a medida que nos adentrábamos en el camino. Eventualmente el espacio empezó a volverse cada vez más estrecho, el rio y las montañas cerrándose como unas tenazas prensando la ruta en la mitad.

Rio verde esmeralda

Rodamos tranquilamente unos 20 minutos por un terreno llano cuando se nos cruzó un aviso que leía -Cuidado, curvas peligrosas. Pensé para mi mismo --Ahora sí, a lo que vinimos. Repasé una lista mental de ejercicios de manejo que quería practicar. Se había despertado en mi una pasión por el enduro y estaba decidido a aprovechar cada carretera para practicar todo lo que pudiera.

Me paré en la moto y empecé a fluir con la carretera, probando los límites de mi balance y el de la moto contra el piso resbaloso y las curvas pronunciadas a medida que trepábamos la montaña. Al mismo tiempo pensé en una ecuación ridícula que me permitiera balancear los minutos invertidos en entrenar contra el piso rocoso y desafiante sin perder enteramente la perspectiva del lugar que estaba recorriendo. Eventualmente terminaron las curvas y me encontré ante una recta larga. Bajé la velocidad, me senté y me ví envuelto de repente en una jungla. Hojas verdes del tamaño de personas descansaban a lado y lado de la angosta ruta. La vegetación era tan densa que no había rastros de la montaña que supuestamente estábamos bordeando ni del río que guiaba el camino. Sólo la vegetación tupida emitiendo una humedad amazónica que impregnaba el aire caluroso.

Selva Patagónica

Esperé a Sergio unos minutos hasta que lo vi aparecer, mirándome desde dentro del casco con la cara abultada por la sonrisa que ll vana debajo, incrédulo del lugar al que habíamos llegado. Soltamos un par de carcajadas y nos abrazamos para liberar la adrenalina del momento. Sacamos un par de fotos de esas que fallan en capturar la magnitud del lugar y aprovechamos para intercambiar comentarios de la ruta y las motos. --Esto está muy bueno. Sigamos, creo que todavía nos falta la mejor parte. Dijo Sergio.

Hojas del tamaño de personas

La siguiente hora transitó de una forma similar, períodos de concentración intensa en la ruta y dificultad seguida de momentos de contemplación del espacio que estábamos transitando. El rio, cada vez más grande a nuestra derecha y la montaña mostrándose caprichosamente curvas, siempre sin destaparse enteramente ante nosotros.

Eventualmente llegamos a un lugar donde había tres o cuatro autos estacionados. El río se había vuelto tan ancho que bloqueaba nuestro camino, marcando el final de la ruta. --¿Y ahora qué hacemos? le pregunté a Sergio. --Devolvernos, contestó. --Ah, pensé que era un circuito, dije. Ante lo que recibí como respuesta esa mirada de desaprobación que indica "este guevón nunca sabe donde está parado".

Descansamos un rato para reponer energía, mientras observábamos de qué se trataba este paradero en el que otras personas esperaban. A lo lejos vimos un ferry empezar a acercarse desde la otra orilla y los carros comenzaron a acomodarse para abordar. Después de que entró el último la tripulación nos hizo una seña preguntándonos si íbamos a subir. Negamos con la cabeza y se marcharon.

Un ferry a lo lejos

Empecé a sentir el cansancio de las últimas horas, las piernas y los brazos agotados del esfuerzo de la manejada. Me senté en un mapa que era major silla que punto informativo, mientras Sergio hablaba con unas personas que acababan de llegar al punto de embarque. Debieron darle algo de información adicional porque cuando volvió el ferry decidió ir a preguntarles cuánto costaba el paso. Por mi mente pasaron rápidamente múltiples escenarios de lo que podía suceder a futuro. ¿Y si no hay nada del otro lado? ¿Y si regresamos muy tarde? ¿Y si no avanzamos más hacia El Chaitén?

--El paso es gratis, gritó la voz de Sergio a lo lejos, ¿Vamos?

--Vamos, dijo mi boca antes de que mi cabeza tuviera el chance de interceder.

El mapa muy útil del puerto

5 minutos después desembarcamos del ferry. De ahí, había 10km más al pueblo que recorrimos a paso tranquilo. La vegetación era similar pero el ambiente era mucho más húmedo, lo que se reflejaba en la ruta un tanto más fangosa. Llegamos a las primeras calles del pueblo pero decidimos seguir andando por la ruta principal y explorar el camino. Pasado el pueblo, nos encontramos con nuevos obstáculos. Un charco cubría toda la ruta de lado a lado. Me detuve y miré a Sergio. --¿Y ahora? Se bajó de la moto y repitió el ritual del pie, esta vez sí ante una piscina, pero de lodo. Encogió los hombros como diciendo, está tibia, se subió a la moto y cruzó por un lado.

Unos metros más adelante encontramos el siguiente obstáculo. --Ahora le toca a usted de primero, indicó Sergio. Pensé que la última forma en la que quería terminar este día agotador era sacando una moto atorada en el barro, al mismo tiempo que soltaba el embrague y me sumergía en el agua, sintiendo la rueda patinar sobre si misma ligeramente, hasta salir del otro lado. Así seguimos unos cuantos minutos más, intercambiando la delantera para avanzar más por este camino desconocido.

Paramos en un aviso que leía --Solo vehículos 4x4. Nos encogimos de hombros al unísono de los motores sin detener y continuamos empujando nuestra suerte, pero el camino rápidamente se convirtió en arena fina arenoso y se lo estrechó al punto de que las maletas rozaban contra la vegetación. Fin del camino, hora de dar media vuelta. Hacía un calor, sofocante y húmedo, no sólo del ambiente sino del esfuerzo físico. --Yo no sé usted, pero yo voy a ir a darme un chapuzón en ese claro que pasamos hace unos minutos. Gran idea, pensé yo un tanto aliviado que finalmente habíamos terminado de avanzar.

Retrocedimos un poco a un claro por donde se entraba a una playa de arena. Corría un río caudaloso con una corriente fuerte, sin embargo el color era mucho más oscuro que el verde esmeralda que nos había acompañado siempre a nuestra derecha. Del otro lado se veían unas montañas y acantilados cubiertos de la misma vegetación intensa y en el fondo se alcanzaba ver una enorme montaña chata cubierta de nieve. Pájaros de distintas especies llenaban el ambiente con sus ruidos, pasando interminablemente hacia arriba y abajo del río. No había rastros de ninguna otra persona.

Una playa, un nevado, una selva

Dejamos las motos, la ropa y el kit de manejo colgado en los manubrios como un perchero y nos preparamos para entrar al agua. Yo cargaba una botella de ron escondida hace unos días, esperando el momento indicado para revelársela a mi compañero en el momento preciso. Me acerqué con ella y le brindé un trago del ron re-envasado en botella de plástico a un Sergio Andrés que contemplaba el paisaje al que acabábamos de llegar. -Qué belleza. Estos son ese tipo de lugares a los que uno solo llega en moto. Dijo conmocionado por el lugar.

Salí corriendo al agua y salté en ella para no alargar la agonía de descubrir qué temperatura tenía, pero lo sorprendente no fue lo fría que estaba, sino el sabor salado que tenía. Es agua de mar? me pregunté. Debíamos de estar muy cerca a la desembocadura. Nos dejamos arrastrar un rato por la corriente fuerte que llevaba, seguramente, al mar. Sergio se adelantó, presumiendo sus dotes de buen nadador. Ojalá no se ahogue ese desgraciado, pensé.

Me dejé llevar por la corriente hasta que el agua, hace unos minutos refrescante, ahora empezaba a sentirse helada. Sabiendo que mi compañero iba a tardar un rato en terminar su experiencia náutica, decidí salir a calentarme con un poco de ron, un cigarrillo y jugar a capturar con la cámara lo inexplicable del lugar.

Nos cruzamos unos minutos después caminando la playa en direcciones opuestas. La cara de mi compañero era de éxtasis, como si el lugar le diera energía de vida. --Hay un ruido extraño, de un animal distinto a un pájaro - dijo Sergio. - Sí, he notado un ruido extraño, contesté. --Solo falta que se nos aparezca una ballena, dijo. Me reí por poco tiempo de la hiperbólica idea hasta que me interrumpió un grito --¡Marica un delfín! Sergio señaló con el dedo el lugar, donde no vi más que unas ondas casi indistinguibles sobre el agua. Alisté el teléfono y empecé a grabar anticipadamente, sabiendo que los delfines tienden a mostrarse más de una vez. Pasaron unos segundos hasta que un par de aletas trazaron una medialuna sobre el agua cerca a la orilla, casi en frente de nosotros.

Arenita playita

Sergio empezó a correr rio arriba para perseguirlos, una parte de él quería nadar detrás de ellos a pesar de la futilidad de tratar de perseguir un delfín nadando contra corriente. Yo corrí detrás de él, sintiendo que los estabamos alcanzando a pesar que cada 20 segundos las aletas se mostraban ligeramente más distantes, como si quisieran que los persiguieramos dejando claro que nunca los ibamos a alcanzar. Desistimos después de correr al menos una cancha de fútbol mientras recuperabamos el aire y los veíamos adentrarse en el continente.

Volvimos al campamento, contemplamos el lugar, brindamos de nuevo, nos abrazamos. Alguno repitió nuestro mantra ¿A qué vinimos?. No recuerdo la respuesta en este momento pero sí tengo muy claro por qué llegamos a este lugar, por qué vivimos este día y por qué lo nombramos Isla Sigma: una parte era filosofía de viaje y la otra un estado mental. Apertura y aceptación. De estar más atentos del camino que del destino, de apreciar que un obstáculo que cierra una puerta puede abrir tres. De arriesgarse a recorrer los caminos que se presentan y dejar ir los que estabamos buscando. De fluir con la inifinta aleatoreidad de la vida en lugar de resistirla. Porque es al final de esos caminos no buscados, de las selvas inesperadas, de los barcos que no sabíamos que no estaban esperando, de los pantanos que cruzan a playas escondidas, que se encuentra Isla Sigma. Y en Isla Sigma, hay delfines.